Durante siglos la Escolástica, como filosofía de paradigma imperante, ha permeado las instituciones educativas, entre ellas, la de nivel superior; dejando secuelas como el uso de metodologías que favorecen la reproducción y no el desarrollo de la lógica y el razonamiento abstracto. Sin embargo, los desafíos sociales y culturales, expresan lo emergente de la nueva escuela, la universidad del futuro, aquella en la que, sin sustituir al docente, presencie la inteligencia artificial, como medio para arribar al aprendizaje esperado. 

Los retos para el alumnado serán cada vez más altos y exigentes; de forma que se vean en la necesidad de articular rasgos del carácter como la propositividad y la perseverancia cognoscitiva. El pensamiento será cada vez más divergente, asociativo, interdisciplinario; y la conducta profesional, más inmediata, más dirigida al desarrollo de habilidades en el orden genérico; enfocada a la demanda social, laboral y ocupacional, de cada contexto.

Se presenta entonces la interrogante temida: ¿cuán preparados estamos para ello?, si contamos con rezagos de un sistema educativo que limita el debate y la sistematicidad de los contenidos a interiorizar; si poseemos altos índices de proporcionalidad directa entre el status económico y las posibilidades reales de titularse de pregrado. La respuesta no es incógnita, es tangible y pujante; la respuesta está en una palabra, un concepto: “adaptarse”. 

Ha llegado el momento de ensayar la virtualización de la enseñanza, la vinculación teórico-práctica y el uso de estrategias didácticas, basadas en el significado de lo que se aprende; de modo que cada maestro sea un agente de cambio e incentive a sus discípulos a la investigación, la lectura y el uso de la cientificidad y la dialéctica.